En este artículo, publicado en L’Osservatore Romano, el Ministro General de la OFM, Fray Massimo Fusarelli, reflexiona sobre el sentido de la vida religiosa y franciscana hoy.

Hace unos días pregunté a un joven hermano cuál creía que era el sentido de la vida religiosa hoy en día. Después de una breve pausa de reflexión respondió: «Saber que tengo un lugar, un sitio donde encontrarme». Pensé en cuál habría sido mi respuesta, en la misma situación que él, hace más de treinta años… Quizás habría dicho que realmente quería vivir el Evangelio, hacer algo por los demás. Estas formas diferentes de sentir la vida religiosa, y la franciscana en particular, que me han estimulado a una serie de reflexiones.

En un tiempo algunas certezas parecían claras y las necesidades individuales parecían menos evidentes. Se podía recurrir a un sentido, es decir, una dirección, una orientación para el camino. Algunas preguntas – ¿quién soy? ¿El mundo es…? ¿Por quién y para qué quiero comprometerme? – estaban vivas, aunque confundidas entre otras emociones.

Rebobinaré la cinta de mi historia y reconozco que esas preguntas fueron realmente importantes en los años de la juventud; todavía ahora siguen resonando en mí, aunque de manera nueva a causa de las experiencias y del tiempo transcurrido. Hoy, la vida franciscana se me presenta como un proyecto claro y “alternativo” desde el significado evangélico del término: como quien escucha la Palabra y a partir de ella ve nacer una nueva existencia, plasmada en las Bienaventuranzas, una vida que no se opone al mundo, sino que se confronta continuamente con él.

Encuentro con el Dios de la misericordia a través de los pobres

San Francisco nos muestra que vivir las Bienaventuranzas es descubrir y encontrarse con el Dios de la misericordia, que viene a nuestro encuentro a través de los leprosos, los hermanos y hermanas, los vulnerables, nuestro prójimo, en definitiva. Es la liberación de la estrecha perspectiva de nuestro “ego”. Es la llamada a recibir el Evangelio no solos, sino como hermanos. Esta llamada ha resonado en los diferentes periodos de la historia: dejarse alcanzar por las interrogantes, por las contradicciones, por los puntos no resueltos, es lo que ha permitido al franciscanismo hablar de forma siempre nueva a lo largo de ocho siglos.

Aunque al principio yo también veía el aspecto individual de la opción religiosa, con el tiempo aprendí a abrirme al encuentro con personas necesitadas, vulnerables, y de aquí a nuevas relaciones, incluso con mis hermanos.

San Francisco comprende que el abrazo de misericordia le aleja de los escollos de un proyecto individual de autorrealización, aunque sea espiritual. Son los pobres, los marginados, los que no pueden darnos nada a cambio los que nos hacen descubrir, casi sentir en la piel, el sentido de la vida franciscana y con ella, inevitablemente, de la vida humana.

La apertura a este encuentro fue fundamental para mí y dio un nuevo impulso a mi vocación de Hermano Menor: descubrí que, desde la perspectiva de la minoridad, la escucha del Evangelio cobra vida en el contacto con los pobres que Dios pone en mi camino.

La vida franciscana sigue estimulando la búsqueda de los jóvenes de hoy  

No es casualidad que uno de los puntos críticos que restan transparencia a la vida religiosa sea el de aislarse de los demás, el de distanciarse del servicio a los más pequeños para adaptarse a un estilo mediocre y repetitivo, hasta el punto de estancarse en ciertos tipos de servicio y misión, con el riesgo de no estar en contacto con la chispa y el fuego que los generaron.

Por eso creo que la vida franciscana sigue siendo capaz de hablar a los jóvenes de hoy, inmersos en un periodo histórico ciertamente complejo, accidentado y ligado a emociones inmediatas, pero también capaz de estimular una verdadera búsqueda. El compromiso de las nuevas generaciones, por ejemplo, con el cuidado de la casa común ¿Acaso no transmite algo de este impulso? Las reacciones de muchos jóvenes ante las restricciones provocadas por la pandemia, aunque estén fuera de control, ¿No confirman su búsqueda de cercanía y compañía, fundamentales a esa edad? Y su servicio, realizado en un momento tan difícil con los ancianos y los discapacitados, ¿no es un mensaje que hay que escuchar con atención? En este terreno, tan diferente de los que estamos acostumbrados a pisar, el significado de la propuesta fraterna es aún más elocuente y visible.

En el permanente trabajo que acompaña al movimiento franciscano – siempre tensionado entre la más alta idea del Evangelio y la natural tendencia a la adaptación – un elemento esencial es precisamente la atención al otro y el encuentro con todas las criaturas. Este es el lugar donde podemos ser los primeros en escuchar y luego dejar que la Palabra de salvación resuene de nuevo.

En la búsqueda de altas aspiraciones, muchos jóvenes se sienten atraídos por el ideal de auténtica pobreza en la vida franciscana, pero la decepción frente a lo que pueden encontrar dentro de las comunidades religiosas es a menudo amarga. El riesgo es el de encontrarnos con hermanos apagados y fraternidades opacas que ya no mantienen encendida la llama de su carisma y no se dejan cuestionar por los signos de los tiempos.

En definitiva, es la dureza del corazón y la insensibilidad hacia los signos que el Espíritu suscita con abundancia en nosotros y a nuestro alrededor, lo que se presenta como un gran obstáculo para los jóvenes en situación de auténtica búsqueda; una búsqueda genuina, aunque a veces confusa e incierta.

El “nido” como lugar de pertenencia y fraternidad

Volvamos, pues, al principio de la reflexión y a la respuesta dada por el joven hermano: «Busco un lugar». He querido escuchar con atención esta palabra y no tacharla inmediatamente como la típica expresión de un joven de hoy que busca un nido. ¿De dónde viene ese deseo? Es fácil de responder.

En nuestras sociedades, especialmente en Occidente, hay una gran carencia de relaciones significativas y de lugares de encuentro. ¿Acaso la crisis pandémica no ha levantado el velo sobre la afirmación de que la vida gira en torno al individuo y sus necesidades? ¿No hemos tenido que reconocer, como nos ha recordado tantas veces el Papa Francisco, que nadie se salva solo? ¿No son precisamente las condiciones de aislamiento y la pérdida de contacto social las que nos han devuelto su valor, su sentido profundo y necesario?

Por eso, la experiencia franciscana puede abrir un espacio vivo y concreto de fraternidad, una forma preciosa de amistad espiritual. En ella reconocemos la llamada a convertirnos en hermanos, en nombre de nuestro Dios que es Padre de todos. De este modo, la calidad de las relaciones se convierte en una transparencia del Evangelio y en un anuncio del Reino de Dios.

Entonces el valor de la vida religiosa puede tomar forma entre el “nido” (un lugar concreto de relación y pertenencia, la fraternidad) y la calle, el mundo, la vida cotidiana de la gente, entre y con la que somos enviados para ser signo del Evangelio, a través del testimonio y -cuando sea oportuno- de la palabra, como nos recuerda nuestro padre y hermano Francisco.

Mientras la historia nos despoja de tantos elementos superfluos, queremos cultivar el núcleo esencial de nuestro compromiso con el discipulado. Queremos hacerlo con realismo, con alegría y con el ímpetu de quien ha sido amado y se reconoce enviado.

Ciertamente, es una llamada más grande que nosotros mismos, pero ¿no es esa, al fin y al cabo, su fuerza y atractivo permanentes? El Señor Jesús nos llama a ir más allá de nosotros mismos y nos da energías que no son sólo nuestras.

En el encuentro con Él, la medida de la existencia se expande y se vuelve fructífera.

Tal vez el sentido de nuestra vida sea simplemente eso.

Fray Massimo Fusarelli, OFM, Ministro general